Condiciones laborales y sindicales en un hospital de Cuba

En el próximo número de la revista VIAJAR, VIVIR y SABOREAR publicaremos un reportaje titulado «Cuba, salud agonizante» donde relatamos la situación sanitaria en la perla del Caribe. Les adelantamos un fragmento escrito por el profesor cubano Eduardo Angarica que nos transporta a la cruda realidad de un país en decadencia. Angarica ha logrado salir de país, y en la actualidad vive en París.

En esta ocasión, el escritor nos muestra las condiciones laborales y sindicales de un enfermero en La Habana. Discriminación frente a los médicos y situaciones nefastas. “Los enfermeros son considerados la escoria del centro médico, pese a su profesionalidad”, afirma Angarica . Por otro lado, el autor nos desvela que en Cuba existen hospitales para las élites y otros para el pueblo. Además, son necesarias muy buenas relaciones para acceder a los especialistas con condiciones sanitarias dignas. Lo habitual es llevarle un regalo al médico como agradecimiento, generalmente comida.

El protagonista del relato concluye que el cubano prefiere resolver sus problemas lejos del problema y no se enfrenta al sistema infértil y decadente.

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Abandono

Llevaba días pensándolo.

El hospital me deprimía a veces, pero amo la urgencia de atender pacientes moribundos que llegan al cuerpo de guardia. Es como arrebatarle la victoria a la muerte en el ultimo instante, sin embargo, ya me estaba cansando.

Era el mes más terrible del verano en La Habana y recuerdo que cada tarde, pasado el mediodía las tormentas azotaban la ciudad impunemente. El calor, la humedad, los mosquitos, la comida escasa, el transporte colapsado y las enfermedades pululaban en el aire. Muchas veces, al salir de mis guardias, me sentía en medio de un espectáculo absurdo, aturdido demás con los problemas laborales de siempre.

Para mis jefes yo era un elemento problemático, me lo habían advertido en varias ocasiones. Decían que para ser tan joven me quejaba demasiado. Y cómo no hacerlo, si yo era uno de los pocos enfermeros que llegaba temprano a su turno y siempre lo relevaban dos, tres y hasta cuatro horas más tarde de lo establecido. Al inicio no dije nada, la chica que solía relevarme alegaba todo tipo de justificaciones: su bebe enfermo, el bus que no pasaba a la hora, inundaciones en la casa, y yo seguía aguantando. Luego la comida del hospital, es conocido que la cocina de un lugar así no es precisamente la de un restaurante de lujo, pero creo que los cocineros se esmeraban para hacerla lo más asquerosa que les fuera posible, además, me impactó el primer día que fui a almorzar y la jefa de cocina, posicionada en la puerta, ordenaba, los enfermeros para aquella sala, doctores, por favor, ustedes a esta otra.

—¿Y por qué comemos en lugares distintos? —le dije a un colega.

—Ah, pero no sabes nada, la comida de nosotros es diferente a la de ellos.

Es hasta risible, yo sé, pero a mí no me pareció lo mismo en su momento. Yo era nuevo, las reglas mucho más longevas que el mismo hospital, así que pensé, no puedo hacer nada y seguí trabajando como todos.

El primer mes fue una alegría, al fin un salario. Ganaba algo así como 50 dólares, en Cuba es un buen salario, aunque dos horas más tarde, después de salir del supermercado que estaba a tres cuadras de allí, ya me había quedado con la mitad del sueldo y en mis manos un par de bolsas plásticas con algo de aseo personal y comida para dos cenas. Podré vivir el resto del mes con 25 dólares, pensé y corrí antes que el bus se me fuera.

Me encanta mi profesión, creo que escogí bien, pero estaba en el país equivocado. Lo supe cuando recién cumplidos seis meses de trabajo, la chica del relevo continuaba llegando a deshoras y yo trasnochado, seguía en mi puesto atendiendo dolientes y enfermos. Llevaba tres horas extras en el hospital, la jefa de enfermería me dijo que mi relevo estaba por llegar. Miré el reloj, faltaba hora y media para el mediodía y continué recibiendo pacientes. Los doctores me llamaban constantemente. Dónde está el enfermero, decían en voz alta y cuando yo aparecía me daban órdenes como a un soldado.

En el cielo se anunciaba la tormenta de la jornada, el diluvio comenzó a precipitar cerca del mediodía y el agua de la calle penetró en silencio por debajo de las puertas. No había nadie para la limpieza y quién se hizo cargo, pues el menos importante del hospital, yo, el enfermero. Al fin se detuvo la lluvia, el piso volvía a estar seco; tiempo de tomar un descanso. Era mediodía, no sé por qué, pero a esa hora hasta las enfermedades parecen tomarse un break y comer algo. Solo cuando los doctores de guardia terminaron de almorzar con calma suficiente, me permitieron ir a comer. Llegué corriendo, porque el comedor tenía un horario y ahí estaba la señora de la cocina separando castos de impuros. Cerraba la puerta en el minuto exacto que me presenté.

—Lo siento, pero llegas tarde, tú sabes que cerramos a las 13 horas en punto.

No voy a contar la discusión que tuvimos, luego que le expliqué mi situación y que su intransigencia no cediera a los argumentos que le di. El escándalo molestó a casi todos en el hospital, un viejito que hacía de seguridad, llamó a la jefa de enfermería que me requirió in situ.

Me detuve a mirarla, el enojo atoraba las palabras en mi garganta.

—Ve para el cuerpo de guardia que llegó tu relevo y tienes que entregarle todo.

—¿Usted está segura de lo que me está diciendo?

—Claro que sí.

—¿Usted sabe cuántas horas llevo aquí dentro trabajando, sin dormir y sin comer nada?

—Yúnior, yo te expliqué lo que pasaba con tu relevo. La próxima guardia, ella va a venir unas horas antes.

—No, no quiero que venga horas antes, yo quiero que ahora ustedes me paguen las horas extras que he trabajado y me den mi almuerzo.

—Tú sabes que aquí no se pagan horas extras, Yúnior. Las horas que trabajes de más, te las tiene que devolver tu relevo. Así que pónganse de acuerdo entre ustedes.

—No, usted no puede estar hablando en serio.

—Mira, Yúnior, aquí hay un sindicato, si tienes algún problema, ve y quéjate con ellos.

Fue toda la solución que le dio a mi problema. No almorcé ese día, fui, entregué la guardia a mi relevo y busqué a la representante del sindicato. La esperé largo rato, estaba ocupada en su oficina hablando con su hija adolescente. Cuando terminaron de conversar sobre el chico nuevo que le gustaba a la niña, la señora me atendió.

—Bueno, para recibir tus quejas tienes que estar sindicalizado y pagar cada mes la cuota que corresponde.

Comencé a reírme, debía pagar según ella el equivalente a 10 dólares cada mes para ser miembro del sindicato, además, asistir a las reuniones que se efectuaban siempre después del horario de trabajo, cumplir cualquier tarea que ordenaran, como hacer trabajos voluntarios o formar parte de un grupo de trabajadores que pudieran acudir al hospital en cualquier momento de necesidad y cosas por el estilo. Yo me negué en el acto y a partir de entonces comenzaron las amenazas.

—¿Tú eres de la Unión de Jóvenes Comunistas?

—No —le dije.

—¿Tú no perteneces a ninguna organización revolucionaria?

—Mire, doctora, yo vine porque se suponía que aquí me iban a ayudar a reclamar mis derechos. Trabajo horas extras que no me pagan, como una comida distinta a ustedes los médicos, que es bastante mala y como si fuera poco, mi salario no me alcanza para vivir el mes completo.

—Mire, Yúnior, aquí todos estamos en las mismas condiciones. No está establecido que se paguen horas extras, en cuanto a la comida por si no lo sabía, ustedes los enfermeros ni siquiera tienen derecho a ese almuerzo, lo que aquí en el hospital internamente hemos decidido dárselos y el salario, el salario del país no puede aumentar mientras la economía no mejore.

—Bueno, doctora, como ustedes tienen la respuesta para todos mis problemas y básicamente no me pueden ayudar, ¿para qué voy a estar en el sindicato?

—Yo te recomiendo que te integres, Yúnior, porque un día nos puedes necesitar, además, si quieres ganar una misión para trabajar en el extranjero nunca te la darán sin el aval del sindicato.

Tuve ganas de reírme en su cara, pero preferí marcharme. Comprendí dos cosas, había perdido mi tiempo y el panorama no cambiaría. Llegué a mi casa a las tres de la tarde, exhausto, con hambre, lleno de rabia y peor aún, impotente. A seis meses de graduarme, orgulloso de mi profesión, me dolía tener en mente la misma vía de escape de todos los cubanos: irme.

Eso hacíamos desde años inmemorables, abandonar el barco, como se dice vulgarmente. Era lo más simple, resolver nuestros problemas lejos del problema y no enfrentarnos más a un sistema infértil que no aceptaba su decadencia. Pero para mi era complicado irme muy lejos, no podía marcharme del país, así que luego de varios días pensándolo, me presenté a mi siguiente turno de guardia con una nota escrita cuyo encabezado decía: Renuncia.

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